Es un apartado del capítulo Industrias biográficas del libro.
José Francisco Aranda encontró en los archivos del MoMA la copia del currículo que Buñuel redactó en el verano de 1939 en Los Ángeles. La importancia de la Autobiografía de 1939 reside en su rareza. Es el único resumen de su vida escrito por el director, el mayor esfuerzo de objetivación de sí mismo frente a desconocidos del que queda constancia. Es un ejemplo comprimido de cómo utilizaba los hechos cuando contaba su vida. Abundan las licencias habituales: episodios mitificados y tergiversados, bailes de fechas, supresión de colaboradores y detalles, egoísmo primario al argumentar, etcétera.
Lo que le ocurría, y queda claro en este documento, no es un fenómeno infrecuente ni debería dar lugar a escándalo. Es el rastro del funcionamiento habitual de su cerebro. Con pequeñas diferencias regionales o culturales, experimentos científicos indican que hay una tendencia generalizada a mostrarse mejor de lo que se es, como si los mecanismos cerebrales de la autopercepción llevaran incorporado un dispositivo de optimización de la propia imagen. La diferencia individual estaría en el grado y el sentido de la tergiversación. Está relacionado con varias tendencias de la personalidad narcisista que señalan las del relato espontáneo interno de la propia identidad: ser soberbio, o no, sentirse especial e importante, creer en una misión particular (cambiante) que colma de sentido a la vida; la ansiedad por el éxito y la envidia del ajeno, la falta de empatía y el abuso del prójimo en propio beneficio, etcétera. Por ser rasgos más frecuentes entre primogénitos, podría ser, al menos en parte, un efecto secundario de la concentración que requiere del progenitor la asunción y el aprendizaje del rol paterno.
Utilizó 22 folios mecanografiados a doble espacio, diez páginas impresas en la edición de sus escritos. No estaba destinado a ser hecho público, sino para evaluar su idoneidad para un puesto de trabajo. En ocasiones, parece que se dirige a un terapeuta, en lugar de a un empleador. El destinatario de la solicitud, el director del American Film Center, era psicólogo, hermano de la mujer de Davis. Pudieron aconsejarle que hiciera hincapié en esos aspectos o creía que el suyo tenía algo de caso clínico. Desde el punto de vista del receptor, el currículo está inflado, lleno de datos superfluos. Redactado en inglés, se desconoce el original, si lo hubo, y quién pudo ser el traductor. Pone en evidencia las dificultades de Buñuel con la escritura y el razonamiento abstracto.
Cuando la escribió, atravesaba la peor racha de su vida. Se había ausentado de París, pero no había desertado porque andaba escaqueado. Llevaba ocho meses en América, había terminado la guerra en España y en unos días iba a empezar otra mayor. Andaba sin trabajo, sin dinero y su madre no podía ayudarle por primera vez. En vísperas de cumplir los cuarenta, como director de cine, en diez años de carrera sólo había firmado tres películas, menos de dos horas en total, que habían sido vistas por un público reducido. Había hecho cuatro españoladas más, de incógnito, por indignas de su nombre. Se sentía bien en los Estados Unidos y quería trabajar, a ser posible de documentalista, para alimentar a su mujer y a su hijo.
Lo más llamativo de la Autobiografía es la importancia que a su edad concede a la novela familiar infantil, que conecta con los años de formación. No se entiende por qué dedica tantos folios a contar lo que podría haber resumido en un párrafo: “hice el bachiller con los jesuitas, empecé a escribir a los 20 años, me licencié en Historia en 1924 y al año siguiente me dediqué al cine”. Nadie le hubiera pedido precisiones. Se sintió obligado a añadir su epopeya familiar y juvenil, como si de ella se dedujeran méritos o claves añadidas a sus obras. Los ingredientes críticos contenidos en el autoelogio acentúan la semejanza con otros documentos contemporáneos procedentes de los archivos de la Internacional Comunista. La confesión autobiográfica era el método de la dirección para avaluar la disposición anímica de sus subordinados con problemas.
En la tercera línea, tras la fecha y lugar de nacimiento, da las primeros informaciones innecesarias: la casi-fortuna de su padre en América y la diferencia de edad entre sus padres al casarse. Él, “cerca de los 40” (tenía 44), se casó “con una chica de apenas 17” (16). Un dato clave en la historia de su vida. Introduce el relato gótico de la atmósfera medieval de su infancia. Lo explica: “considero necesario decir (ya que esto explica en parte la dirección del modesto trabajo que he llevado a cabo más tarde) que los dos sentimientos básicos de mi niñez, que permanecieron en mi hasta la adolescencia, son el de un profundo erotismo, al principio sublimado por una enorme fe religiosa, y una permanente conciencia de la muerte.” Lo medieval es un tópico tardo-romántico para referirse a la brecha abierta por el progreso entre el mundo rural y el de las grandes ciudades. El asunto del erotismo y la muerte, al margen de obviedades, ha sido un mantra moderno de éxito memético y sentido difuso. La anómala intensidad con que dice haberlo experimentado termina siendo contradictoria. Lo dice para singularizarse y en la frase siguiente se suma al estereotipo: “yo no era una excepción entre mis compatriotas, ya que esta es una característica muy española, y nuestro arte, exponente del espíritu español, estaba impregnado de esos dos sentimientos. La última guerra civil, peculiar y feroz como ninguna otra, lo explicó muy claramente.”
Infla dos años su paso por los jesuitas antes de llegar al shock del descubrimiento de la sociedad moderna en Madrid, combinado con las presuntas vocaciones frustradas, la composición musical y las ciencias naturales, que su padre habría canalizado hacia la ingeniería agronómica. Introduce una suma de acontecimientos traumáticos tempranos para remontar a la adolescencia las primeras señales de vocación artística, estranguladas por su padre. Es el prólogo para referirse a lo que menciona con muchos rodeos: los cuatro exámenes anuales de ingreso en ingenieros que suspendió, el gran agujero negro de su vida intelectual juvenil. Por cómo lo dice, se puede entender que no estuvo matriculado en la Universidad Central, sino en la Residencia de Estudiantes, “la única institución moderna de pedagogía en España: inspirada y creada, a imitación de la universidades inglesas por la Institución Libre de Enseñanza.”
Había llegado a lo más alto que podía un muchacho de su edad, empezar a estudiar para ingeniero y colmar con la excelencia académica las aspiraciones familiares. Enfatiza el estatus de las carreras más difíciles y honorables. En su caso, habiendo sido buen estudiante de bachillerato y su padre un gran terrateniente, era la elección más previsible. Estudiar para Ingeniero o Diplomático, añade, era lo más aristocrático que se podía hacer en España, porque se precisaba inteligencia, aplicación y dinero familiar. Sólo un obstáculo se interpuso en su camino. “En Ingeniería agrónoma existía la absurda situación de que, aunque era esencialmente una carrera de ciencias naturales, era necesario estudiar matemáticas durante varios años”. Se inclinaba por las ciencias naturales, pero no le inspiraba la resolución de ecuaciones de grado “n”. “Sin embargo, estudié matemáticas durante tres años (fueron cuatro). Con ello consiguieron hacerme odiar mis estudios.” Sin comentarios.
Narra como un acto de rebeldía, “determinado a seguir mi propio camino y sin el permiso de mi padre”, el que se matriculara en 1920 como alumno de un “famoso” entomólogo que dirigía el Museo de Ciencias Naturales de Madrid, el doctor Bolívar. Ese año y el siguiente, dice, se dedicó al estudio de los insectos, que conecta por la vertiente económica con su otra vocación frustrada, la música de la Schola Cantorum, que vuelve a citar. (¿Supo que, como el nombre latino revela, fue creada para fomentar el canto en las iglesias católicas?). No hay constancia documental de la matrícula. El museo estaba muy cerca de la Residencia y pudo hacer alguna tarea en él durante ese curso. Las matrículas por libre se formalizaban en abril o mayo. En junio de 1921, pasó el examen de ingreso en Industriales. El doctor Bolívar, nacido en 1850, se jubiló en 1920 de la cátedra de la universidad, aunque siguió al frente del Museo. Es posible que sea una licencia orientada a resaltar su interés por los temas documentales. El efecto lo diluye de un brochazo: “Trabajé con interés durante un año, aunque pronto llegué a la conclusión de que estaba más interesado en la vida y literatura de los insectos que en su anatomía, fisiología y clasificación.”
Introduce luego un nuevo ingrediente, sus comienzos literarios al amor de los artistas conocidos en la Residencia, “que iban a influir fuertemente en la búsqueda de mi camino”. Cita a Lorca, a Dalí y a Moreno Villa. Se supone que por contagio, empezó a publicar poemas en revistas de vanguardia. Como prefería “charlar con mis amigos en el café antes que sentarme ante el microscopio en el Museo de Historia Natural”, cambió nuevamente de carrera. No dice el año en que empezó Filosofía y Letras, sino que se graduó en 1924. En el párrafo siguiente, admite el leitmotiv de la historia: “No puedo decir que fuera un buen estudiante”. A las charlas en el café y a la escritura, añade un nuevo motivo para su escaso rendimiento, el deporte. Exhibe un título que no alcanzó: campeón de boxeo amateur de España en 1921. En julio de ese año, boxeó contra un hermano de Rafael Martínez Nadal por el título de los pesos medios. Fue derrotado en el quinto asalto. Su contrincante ganó el combate final contra Cobos, un estudiante de medicina. El otoño siguiente, empezó el servicio militar, que no menciona.
Llama una difícil situación a la suya acabada la carrera. No tenía vocación para la enseñanza media ni para la superior, las únicas salidas de la que había terminado. Con 24 años, consciente de que estaba obligado “a pensar seriamente en situarme”, andaba “más indeciso y perplejo que nunca”. Necesita confesar otra vez, aunque lo enmascara en “un fenómeno muy común en España”. Los jóvenes, dice, en lugar de formarse de acuerdo con sus gustos y aptitudes, siguen el camino que les marcan sus padres. Cuando, lejos de la familia, se sienten independientes, se ven “más atraídos por vivir la vida que por estudiar”. Además, la universidad no hacía nada para inspirar afecto y atraer a los estudiantes. El nerviosismo y la incertidumbre, que se habían apoderado de él, terminaron cuando su madre le autorizó para viajar a París. De pasada, su padre había muerto el año anterior.
“Llegué a París sin tener ni idea de lo que iba a ser de mí. Quería hacer algo –trabajar, ganarme la vida- pero no sabía cómo.” No había introducido todavía el cuento de trabajar en el ICI con D’Ors o no era oportuno mencionar a un fascista. Dice que seguía escribiendo, pero desconcierta por cómo se distancia de sus primeros afanes: le parecía un lujo de “señorito” y él, a pesar de serlo por nacimiento, estaba en contra de los señoritos y del lujo. Dedica interminables líneas al tardío descubrimiento pleno de su vocación con el Retablo de Maese Pedro. Lo convierte en una gesta épica y magnifica su participación. La salpica de nombres de prestigio: el ilustre pianista Ricardo Viñes, Falla, uno de los músicos contemporáneos más grandes, el director de orquesta Mengelberg, la princesa de Polignac y Vera Janacopulos, cantante de la ópera cómica de París. Relata el argumento y da todo tipo de minucias, hasta el precio de la entrada. “Ebrio con mi éxito (…), sentí que se había despertado en mi un gran amor por la mise en scene.” El siguiente paso fue ver una película de Fritz Lang, en la que descubrió que el cine no sólo era un pasatiempo sino un modo de expresión. Se fue a ver a Jean Epstein, “el más famoso director francés” y trabajó con él dos años de asistente para conocer el aspecto técnico. Va por la mitad de la relación de sus méritos cuando termina el descubrimiento de su vocación cinematográfica, una invención de principio a fin que repetirá, con pequeñas variaciones, siempre.
Siguen las inexactitudes y los embrollos en el siguiente párrafo, el dedicado al surrealismo. Sin contar qué había hecho para lograrlo, como quien se afilia a un club, dice que entró en el grupo de París en 1929. Le venía bien, “su moral y su intransigencia artística, su nueva política social, se amoldaban perfectamente a mi temperamento”. Como era el único cineasta, decidió “llevar la estética surrealista a la pantalla”, con voluntad soberana, sin Dalí, pero con el dinero que le dio su madre, por amor, sin sospechar de sus intenciones. Menciona a Henry Miller entre los espectadores que se obsesionaron con su primera película, Un chien andalou, donde “había amalgamado la estética del surrealismo con los descubrimientos científicos de Freud.” Define el surrealismo, adaptando el manifiesto del 24: “un inconsciente, automatismo psíquico, capaz de devolver a la mente a su función real (el manifiesto dice “expresar el funcionamiento real del pensamiento”), fuera de todo control ejercido por la razón, la moral y la estética”. Argumenta con torpeza la fórmula alquímica hegeliana, de la transmutación de los valores surrealista: su película, al ir dirigida a los sentimientos del inconsciente humano, tiene un valor universal, aunque pueda resultar desagradable a ojos puritanos. Asegura que expresó con sinceridad lo que hasta entonces nunca se había dicho en una película. Para su sorpresa, el éxito le dejó estupefacto y confuso por la avalancha de entusiasmo. Nueve meses consecutivos estuvo en cartel, se escribieron cientos de artículos y dio lugar a controversias. Tuvo seguidores poco afortunados.
Para mejorar sus aspiraciones de documentalista, elige a Georges Riviére, el segundo del museo etnográfico del Trocadero de París, para presentarle a los vizcondes de Noailles. La película se estrenó en junio para un público restringido junto con la que había hecho Man Ray sobre un viaje al chalet de los aristócratas en Hyeres y parece que ese día les presentó otra persona, Christian Zervos, al que conoció por Hernando Viñes. Le financiaron con total libertad, lo que acentúa al contar que se negó a utilizar la música de Stravinsky que le habían sugerido, lo que presenta como un acto heroico: “mi disciplina surrealista y las tendencias artísticas de nuestro grupo eran incompatibles con la música de Stravinsky, sobre todo desde el punto de vista moral.” Lo de la moral, salvo que signifique que era un ruso anti-bolchevique, no se entiende bien. La alternativa no fue otra música más vanguardista, sino fragmentos de piezas más antiguas. Tampoco menciona a Dalí al hablar de La edad de oro, “una película romántica llena de frenesí surrealista”.
Conviene retener el pretencioso argumento en sus propias palabras: “La historia es también una secuencia de moral y estética surrealista. En torno a dos protagonistas principales, un hombre y una mujer, se revela el conflicto existente en toda sociedad humana entre el sentimiento del amor y cualquier otro sentimiento de tipo religioso, patriótico o humanitario. Aquí también son reales los personajes y pasajes, pero el héroe está movido por el egoísmo con el que imagina todas las actitudes amorosas excluyendo el control u otros sentimientos. El instinto sexual y el sentido de la muerte forman la sustancia de la película.” Alardea de precursor en procedimientos de sonido y de haber influido con ella a René Clair y a Cocteau. Recalca el sentido político del ataque al cine en que se proyectaba, mientras pasaba su primera temporada en los Estados Unidos, de la que no habla. Armó tanto escándalo que el vizconde la retiró de la circulación en 1934. Termina el párrafo con un farol: le hicieron muchas ofertas para hacer cine comercial, pero las rechazó porque no le gustaba el tema.
En 1932, confiesa, rompió con los surrealistas, aunque siguió en buena armonía con ellos. Los argumentos estalinistas acentúan su parecido con las autocríticas: “Empezaba a no estar de acuerdo con aquella especie de aristocracia intelectual, con sus extremos artísticos y morales que nos aislaban del mundo y nos limitaban a nuestra propia compañía. Los surrealistas consideraban a la mayor parte de la humanidad como despreciable o estúpida, y así se apartaron de toda participación y responsabilidad social y evitaron el trabajo de los otros.” Podría ser cierto que esa y tener que ganarse la vida hubieran sido las causas de que buscara trabajos anónimos que relata redondeándolos: escritor adaptador para la Paramount y supervisor de doblajes para la Warner Bros en Madrid. Lo dejó para, en sociedad con un financiero, ser productor anónimo de Filmófono. Menciona las cuatro películas por su título. Si artísticamente eran mediocres, dice, intelectual y moralmente, no eran peores que las que se hacían en Hollywood.
Se refiere a Las Hurdes, rodada antes, tras referirse a la guerra civil, que acabó con el próspero negocio de Filmófono. Le dedica los últimos folios de su relato. Si está solicitando trabajo de documentalista, es lógico que se extienda en el suyo, que fecha correctamente en 1933. Describe el tema con morosidad: “Es una (región) de las más miserables de la faz de la tierra, aislada del resto del mundo por montañas (…) 6.000 habitantes distribuidos en 52 aldeas.” Habla del mito falso de la población por judíos y prófugos y del tópico de su proximidad a la culta Salamanca. Allí falta el pan, la tierra es escasa, exige mucho esfuerzo y da poco. Sigue la lista de carencias: utensilios, enseres, animales domésticos, floklore, ni en los dos meses que pasó allí escuchó ninguna canción ni vio un cuadro en sus chozas y cabañas. Vincula el cretinismo al incesto y la miseria. “Sin embargo, la mayoría posee facultades mentales normales, teniendo una inteligencia bastante rápida.”
Se mete en un jardín cuando dice que el interés psicológico y humano de la comarca es superior al de las tribus bárbaras. Porque, por un lado, viven como estas, “su civilización material es rudimentaria, casi prehistórica”, mientras su cultura religiosa, moral e ideas son las de un país civilizado. Su obstinado arraigo es un enigma, de cuya existencia se enteró por el viaje del Rey y por Maurice Legendre, que la estudió durante 20 años. Quiso hacer un documental objetivo, un estudio geográfico humano, que es como llamó Legendre a su tesis. El relato se va a la épica, cuando habla de unas desconocidas dificultades para financiarlo. “Nadie quería darme el poco dinero que pedía para producirlo. A algunos les repelía, otros tenían miedo de perder su dinero, el resto decía que no era correcto mostrar una España así. Como si ocultando la verdad se remediase el mal”. Ramón Acín, “un trabajador oscense”, al que le había hablado de su película, le procuró 2000 dólares que había ahorrado para hacerla. Hay imprecisiones en las cifras que da. Cita a sus colaboradores: Unik, Lotar, Sánchez Ventura y Acín. “Pasamos dos meses inolvidables en aquella remota civilización.” También exagera el éxito: “la película (…) tuvo muy buena acogida (…) en Francia y Bélgica. Se exhibió también en Inglaterra y Holanda”. Ahora la voy traer a Norteamérica.”
Con la guerra civil, detuvo todas sus actividades cinematográficas y se puso a disposición del gobierno, que le envió a París de agregado en la embajada. Nada más dice de la guerra. Hace ocho meses, llegó a los Estados Unidos en misión diplomática, sorprendiéndole aquí el final de la guerra. Está legal y piensa quedarse “indefinidamente, intensamente atraído por la naturaleza americana y su sociabilidad.”
Sus planes pertenecen a otro apartado: volver a trabajar, por razones espirituales y por motivos materiales, al estar casado y tener un hijo. Ve difícil encontrar trabajo en la industria de Hollywood, ni con productores independientes, sujetos también a la inercia comercial. Su espíritu ha sido heredado por las películas documentales, donde se producen los experimentos más interesantes. Propone una división, no muy clara, en dos tipos: descriptivos y psicológicos. Él quiere hacerlos psicológicos, que son descriptivos y objetivos, porque intenta interpretar la realidad e inspirar en el espectador emociones, amor, tristeza y humor. No se sabe si el AFC era de la misma opinión. Buñuel no hizo ningún documental de ese tipo. Lo más parecido fue Los Olvidados. Termina proponiendo dos asuntos, el Hombre primitivo y Psicopatología, que debe ser el embrión del proyecto sobre la esquizofrenia que propuso al doctor Alexander.
Con pequeñas variaciones, siguió barajando los tópicos de la autobiografía en las innumerables entrevistas que concedió a partir de los años cincuenta.